Todavía estaba anonadado por la surrealista
masacre a la mexicana de la Plaza Garibaldi, en donde tres sujetos vestidos de
mariachi asesinaron a seis personas un día antes del grito de independencia,
cuando el contagio de la violencia cotidiana comenzó a brotar a mi alrededor en
tan solo unos días.
Primero fue el jinete apocalíptico de la información, mostrándome un video de un chavo de secundaria que, aparentemente de la nada, se le arroja a los golpes a una compañera, en Quintan Roo. Ese video, como otros que aparecen seguido en redes sociales, me perturbó el ánimo una vez más.
Ese mismo día, por la noche, mientras veía televisión con mi pareja, unos gritos de histeria que venían de la calle, interrumpieron la endeble tranquilidad. Nos volteamos a ver perplejos. Mi primera reacción fue quedarme quieto para ver si la agitación pasaba; pero no. Los gritos de una mujer que chillaba ¡ya déjalo, ya déjalo! se hacían cada vez más fuertes, mientras el ruido de bultos pesados dando tumbos por las paredes y la banqueta de la entrada de la vecindad me indicaban que afuera había una pelea. Salí precavidamente por el patio central de la vecindad, para ver si podía averiguar algo. No quise abrir el portón, no vaya ser que por chismoso me quisieran incluir en la bronca. Pero los trancazos y los gritos seguían. Pensé que si viviera en una de las casas que dan a la calle, no dudaría en subir a la azotea y de forma canalla arrojar un balde de agua para separar a los implicados. O por lo menos, que se tiraran los dientes en otro lado que no sea en la entrada de mi hogar. Pasó un rato y por fin algo o alguien logró calmar los ánimos de quienes se liaban a golpes y se fueron. Regresé a la casa, nos miramos mi pareja y yo sin decir nada. Ella solo suspiró (entendí perfectamente lo que me quiso decir con ese suspiro) y yo me senté en la entrada de la casa a fumar un cigarro.
Al otro día, pasadas las 12 del día, salí a pasear con mis perros. Volteé a ver la banqueta y encontré varias gotas de sangre seca.
Dimos el paseo habitual por las calles que rodean la colonia, y en el último callejón, antes de cruzar la avenida que separa esa colonia de la calle de mi casa, vi un carro parado en sentido contrario mientras otros carros que estaban al frente, en el sentido correcto, esperaban y le pedían al conductor que ya se moviera. Algunos vecinos alrededor del suceso miraban nerviosos. Pensé que a lo mejor habían chocado. Al acercarme puede ver a un tipo joven, con la clásica apariencia de porro de la UNAM o de guarura en su día libre, que amenazaba alteradamente a un señor delgado y mucho más bajo de estatura y que no sé por qué, vino a mi mente que era un profesor de música. Y mientras se escondía entre los vecinos chismosos, balbuceaba jadeando ¡ya estuvo bueno, ahí muere, ahí muere!. Tenía golpes y rastros de sangre en la cara, mientras que el guarura solo tenía la camisa rota del cuello. Miré en la banqueta por donde pasaba con mis perros y vi un cuaderno de cuero tirado, unas hojas de papel con apuntes que salían de este y unos lentes pisoteados.
Deduje que eran del profesor de música. En eso, el profesor de música intentó acercase a sus pertenencias para recogerlas lo más rápido posible, cuando fue interceptado por el guarura que de un solo movimiento lo tacleo directo al piso como si fuera de trapo. ¡Ni madres que ahí muere, pendejo! gritaba exaltado. Como nadie de los presentes hacia nada, cuando pasé a su lado, de plano la hice de réferi y le dije que ya lo dejara ir. Que ya lo tenía todo madreado y que, además, estaba parando el tráfico por estar en sentido contrario. –Pues sí- me responde justificándose, -pero este pendejo se me pone al brinco y patea mi choche-. –Lo que sea- le respondí, -ya dejaste en claro que eres el machito del barrio. Súbete a tu carro y deja de estorbar-. Por un momento pensé que el tacleado ahora iba a ser yo. Pero mi intervención sirvió para que los vecinos lo separaran y lo convencieran de que ya se calamara. El profesor de música se levantó, tomó su libreta y los lentes y caminó de prisa hacia la avenida. Iba chorreando sangre de la cabeza. Volteé a ver a mis perros que solo me miraron con esa expresión que solo tienen los perros. Como si no entendieran que es lo que pasa o, mejor dicho, como si lo entendieran todo y no les importara absolutamente nada la estupidez de la demás gente.
Llegue a casa. No le quise comentar nada a mi pareja.
Luego, por la tarde, llevé a mi hija de casi tres años al parque. Teníamos meses que no íbamos a ese parque. La última vez que estuvimos ahí me pareció que lo estaban manteniendo y se sentía agradable. Pero esta vez no fue así. Algunos indigentes refugiados en las bancas y mucha basura abandonada alrededor. Pensé en buscar algún otro parque cercano, pero se hacía tarde y a mi hija ya le andaba por usar las resbaladillas y los columpios. Estuvimos un rato, cuando una niña y un niño que eran hermanos pasaron correteándose al lado de mi hija, que, al verlos, quiso integrarse al juego corriendo detrás de ellos. Llegaron a una resbaladilla, donde al lado, en un columpio, había una señora con su hijo también de la edad de mi hija. Cuando me vio, me dijo, –esos niños no están jugando nada padre-. Y en efecto, los hermanos jugaban a los golpes. Pero no eran golpes que mostraban dinámica infantil y juego limpio. Parecía que querían imitar al guarura partiéndole la cara al maestro de música o a sus vecinos peleándose en plena calle a la hora en la que la gente está tranquila viendo la televisión, o peor aún a sus padres resolviendo sus conflictos de la única forma en la que los saben hacer: a golpes.
Se pateaban, se escupían en la cara y se reían porque todo era muy divertido para ellos. Y todo esto pasaba frente a los ojos de quién deduzco, era su abuela, que montaba y manejaba uno de esos aparatos para hacer ejercicio mientras desde ahí les gritaba desganadamente que no se fueran muy lejos.
Por suerte, un conjunto de resbaladillas y toboganes estaba totalmente libre. Llevé ahí a mi hija quién a final de cuentas, se la pasó muy bien. La miraba tirarse por el tobogán, feliz, sin saber que yo por dentro me encontraba algo catatónico, pensando en el suspiro de mi pareja que lo único que me quería decir, es una pregunta que no sé cómo responder: ¿Por qué está todo tan de la chingada y por qué lo soportamos?
Al otro día por la noche, me encontraba trabajando en mi estudio en la azotea de la casa. No era tarde. Todavía había mucho movimiento en la calle. Cuando en el aire de la noche se escucharon varios tronidos. Pensé, como es normal en días de fiestas patrias, que eran cohetes. Pero los cohetes no truenan así. Esos eran balazos. Esperé un momento y comencé a escuchar las sirenas de las patrullas a lo lejos. Revisé una página en redes sociales, administrada por vecinos de la colonia, que suele reportar lo que pasa aquí.
En menos de cinco minutos alguien dio aviso de los balazos e inmediatamente reportaron que, en efecto, fueron balazos pero que no había ninguna víctima. Pero tampoco detenidos.
Todo esto paso alrededor de mi entorno en tan solo tres días. Tengo viviendo en esta zona más o menos diez años. Hubo quién me dijo que era una zona conflictiva. Pero por un tiempo no la vi así del todo. Caminé por sus calles en la madrugada, recorrí sus rincones para reconocerlos siempre. Me sentía parte de ella. Pero desde hace un tiempo, sobre todo, desde este último sexenio, he visto como se ha ido viniendo abajo. Y si uno se fija un poco más, en otros entornos, no muy lejanos y en menos tiempo, pasan más y peores cosas.
Y yo, como mi pareja suspirando, también me pregunto: ¿Por qué está todo tan de la chingada y por qué lo soportamos? En serio ¿por qué?
Primero fue el jinete apocalíptico de la información, mostrándome un video de un chavo de secundaria que, aparentemente de la nada, se le arroja a los golpes a una compañera, en Quintan Roo. Ese video, como otros que aparecen seguido en redes sociales, me perturbó el ánimo una vez más.
Ese mismo día, por la noche, mientras veía televisión con mi pareja, unos gritos de histeria que venían de la calle, interrumpieron la endeble tranquilidad. Nos volteamos a ver perplejos. Mi primera reacción fue quedarme quieto para ver si la agitación pasaba; pero no. Los gritos de una mujer que chillaba ¡ya déjalo, ya déjalo! se hacían cada vez más fuertes, mientras el ruido de bultos pesados dando tumbos por las paredes y la banqueta de la entrada de la vecindad me indicaban que afuera había una pelea. Salí precavidamente por el patio central de la vecindad, para ver si podía averiguar algo. No quise abrir el portón, no vaya ser que por chismoso me quisieran incluir en la bronca. Pero los trancazos y los gritos seguían. Pensé que si viviera en una de las casas que dan a la calle, no dudaría en subir a la azotea y de forma canalla arrojar un balde de agua para separar a los implicados. O por lo menos, que se tiraran los dientes en otro lado que no sea en la entrada de mi hogar. Pasó un rato y por fin algo o alguien logró calmar los ánimos de quienes se liaban a golpes y se fueron. Regresé a la casa, nos miramos mi pareja y yo sin decir nada. Ella solo suspiró (entendí perfectamente lo que me quiso decir con ese suspiro) y yo me senté en la entrada de la casa a fumar un cigarro.
Al otro día, pasadas las 12 del día, salí a pasear con mis perros. Volteé a ver la banqueta y encontré varias gotas de sangre seca.
Dimos el paseo habitual por las calles que rodean la colonia, y en el último callejón, antes de cruzar la avenida que separa esa colonia de la calle de mi casa, vi un carro parado en sentido contrario mientras otros carros que estaban al frente, en el sentido correcto, esperaban y le pedían al conductor que ya se moviera. Algunos vecinos alrededor del suceso miraban nerviosos. Pensé que a lo mejor habían chocado. Al acercarme puede ver a un tipo joven, con la clásica apariencia de porro de la UNAM o de guarura en su día libre, que amenazaba alteradamente a un señor delgado y mucho más bajo de estatura y que no sé por qué, vino a mi mente que era un profesor de música. Y mientras se escondía entre los vecinos chismosos, balbuceaba jadeando ¡ya estuvo bueno, ahí muere, ahí muere!. Tenía golpes y rastros de sangre en la cara, mientras que el guarura solo tenía la camisa rota del cuello. Miré en la banqueta por donde pasaba con mis perros y vi un cuaderno de cuero tirado, unas hojas de papel con apuntes que salían de este y unos lentes pisoteados.
Deduje que eran del profesor de música. En eso, el profesor de música intentó acercase a sus pertenencias para recogerlas lo más rápido posible, cuando fue interceptado por el guarura que de un solo movimiento lo tacleo directo al piso como si fuera de trapo. ¡Ni madres que ahí muere, pendejo! gritaba exaltado. Como nadie de los presentes hacia nada, cuando pasé a su lado, de plano la hice de réferi y le dije que ya lo dejara ir. Que ya lo tenía todo madreado y que, además, estaba parando el tráfico por estar en sentido contrario. –Pues sí- me responde justificándose, -pero este pendejo se me pone al brinco y patea mi choche-. –Lo que sea- le respondí, -ya dejaste en claro que eres el machito del barrio. Súbete a tu carro y deja de estorbar-. Por un momento pensé que el tacleado ahora iba a ser yo. Pero mi intervención sirvió para que los vecinos lo separaran y lo convencieran de que ya se calamara. El profesor de música se levantó, tomó su libreta y los lentes y caminó de prisa hacia la avenida. Iba chorreando sangre de la cabeza. Volteé a ver a mis perros que solo me miraron con esa expresión que solo tienen los perros. Como si no entendieran que es lo que pasa o, mejor dicho, como si lo entendieran todo y no les importara absolutamente nada la estupidez de la demás gente.
Llegue a casa. No le quise comentar nada a mi pareja.
Luego, por la tarde, llevé a mi hija de casi tres años al parque. Teníamos meses que no íbamos a ese parque. La última vez que estuvimos ahí me pareció que lo estaban manteniendo y se sentía agradable. Pero esta vez no fue así. Algunos indigentes refugiados en las bancas y mucha basura abandonada alrededor. Pensé en buscar algún otro parque cercano, pero se hacía tarde y a mi hija ya le andaba por usar las resbaladillas y los columpios. Estuvimos un rato, cuando una niña y un niño que eran hermanos pasaron correteándose al lado de mi hija, que, al verlos, quiso integrarse al juego corriendo detrás de ellos. Llegaron a una resbaladilla, donde al lado, en un columpio, había una señora con su hijo también de la edad de mi hija. Cuando me vio, me dijo, –esos niños no están jugando nada padre-. Y en efecto, los hermanos jugaban a los golpes. Pero no eran golpes que mostraban dinámica infantil y juego limpio. Parecía que querían imitar al guarura partiéndole la cara al maestro de música o a sus vecinos peleándose en plena calle a la hora en la que la gente está tranquila viendo la televisión, o peor aún a sus padres resolviendo sus conflictos de la única forma en la que los saben hacer: a golpes.
Se pateaban, se escupían en la cara y se reían porque todo era muy divertido para ellos. Y todo esto pasaba frente a los ojos de quién deduzco, era su abuela, que montaba y manejaba uno de esos aparatos para hacer ejercicio mientras desde ahí les gritaba desganadamente que no se fueran muy lejos.
Por suerte, un conjunto de resbaladillas y toboganes estaba totalmente libre. Llevé ahí a mi hija quién a final de cuentas, se la pasó muy bien. La miraba tirarse por el tobogán, feliz, sin saber que yo por dentro me encontraba algo catatónico, pensando en el suspiro de mi pareja que lo único que me quería decir, es una pregunta que no sé cómo responder: ¿Por qué está todo tan de la chingada y por qué lo soportamos?
Al otro día por la noche, me encontraba trabajando en mi estudio en la azotea de la casa. No era tarde. Todavía había mucho movimiento en la calle. Cuando en el aire de la noche se escucharon varios tronidos. Pensé, como es normal en días de fiestas patrias, que eran cohetes. Pero los cohetes no truenan así. Esos eran balazos. Esperé un momento y comencé a escuchar las sirenas de las patrullas a lo lejos. Revisé una página en redes sociales, administrada por vecinos de la colonia, que suele reportar lo que pasa aquí.
En menos de cinco minutos alguien dio aviso de los balazos e inmediatamente reportaron que, en efecto, fueron balazos pero que no había ninguna víctima. Pero tampoco detenidos.
Todo esto paso alrededor de mi entorno en tan solo tres días. Tengo viviendo en esta zona más o menos diez años. Hubo quién me dijo que era una zona conflictiva. Pero por un tiempo no la vi así del todo. Caminé por sus calles en la madrugada, recorrí sus rincones para reconocerlos siempre. Me sentía parte de ella. Pero desde hace un tiempo, sobre todo, desde este último sexenio, he visto como se ha ido viniendo abajo. Y si uno se fija un poco más, en otros entornos, no muy lejanos y en menos tiempo, pasan más y peores cosas.
Y yo, como mi pareja suspirando, también me pregunto: ¿Por qué está todo tan de la chingada y por qué lo soportamos? En serio ¿por qué?
2 comentarios:
Estamos de la gaver hora si... Nunca te ha tocado ver niños jugando a ser sicarios? Y la gente que ya no se habla en la calle incluso en provincia porque todos tenemos miedo, todos desconfían de los demas, y de remate los robos y asaltos se han disparado en todo el país parejo. Yo no se como le va a ir a nuestros hijos
Querido Fer,en efecto, esas preguntas revuelan en los suspiros de muchos de nosotros por todo el país, desde hace años. Para mi la respuesta era siempre seguir poniendo tu granito de arena flower power, pero ya no, ya no basta. Nos ha rebasado. Ahora con la maternidad y siendo madre de una niña, preferí huir con el corazón estrujado y una maleta de sentimientos encontrados. Preferimos dejarlo todo, una casa muy linda, dos gatos adotables, una perrita inteligente y amorosa, amigos, rutina, familia. Ahora respiro tranquila y extraño muchas cosas, pero está muy cabrona la diferencia y más cuando la ves desde afuera.
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